Para comprar fotos del blog y que te las lleven a casa:

viernes, octubre 24, 2008

Roma

:

Unas, esas, piedras.





César descubrió Roma gracias a una beca erasmus que le dieron en su universidad. Las becas erasmus permiten a estudiantes europeos pasar un año de sus estudios en otra universidad europea, con todo lo que conlleva descubrir un nuevo país con veinte años, de la mano de otros cientos estudiantes de todas las nacionalidades recién llegados también a ese mismo país, en el que sabes, en la mayoría de los casos, que las consecuencias de sus acciones se reducirán a ese año de vida. O de sueño. Hoy este tipo de becas se dan por méritos académicos, ya que casi ningún estudiante que ha oído hablar sobre ellas se las quiere perder. Hoy César seguramente ni las hubiese pedido. Por una parte porque habría pensado que nunca se la darían, y para qué enfrentarse a un fracaso de forma tan gratuita. Y por otra, porque durante sus años de estudiante, todo aquello que respondiese a criterios académicos para ser obtenido, estaba para él totalmente desprestigiado. Según decía, el hecho de obtener buenas notas en los exámenes, lo único que demostraba era que se había pasado por el aro de uno métodos de aprendizaje que premiaban la memoria mecánica y que castigaban y condenaban la creatividad. Y no porque él se considerase creativo, ni como defensa a sus calificaciones mediocres. Quizás sólo por criticar lo establecido, últimos coletazos de la adolescencia.

Antes de aquel año, Italia no le había llamado nunca especialmente la atención. El único motivo por el que solicitó la beca en Italia y no en cualquier otro lugar, fue el idioma. Y tampoco por su atractivo lingüístico. Simplemente le parecía el más fácil para un español de cuantos se hablan en Europa, y como ya lo había pasado bastante mal en sus veranos ingleses, compartiendo techo con familias de las que nada entendía, no estaba dispuesto a volver a vivir en sitios en los que hasta pedir un vaso de agua se convertía en un reto, del que además casi nunca salía victorioso.

Y en muy poco tiempo sintió que acertó con su elección. Sobre todo después de haber conocido a Valeria, de haberse enamorado de ella y de su acento romano y de, con ella, haber conocido la Roma profunda, tantos de sus habitantes que luego fueron sus amigos, mil formas de cocinar la pasta y otras mil de comerla. Pronto dejó de sentirse extranjero, turista o extraño, en la Caput Mundi. Entendía perfectamente el idioma, como el suyo materno, y se expresaba en él con una facilidad que le sorprendía. Al revés que lo que le sucedía con cualquier otra lengua extranjera, tan difíciles de descifrar aunque las conociese, con el italiano llegaba a entender las emociones de las palabras, su historia, sentía familiares incluso aquellas palabras que oía por primera vez, que no se parecían a su significado en castellano, pero que aún así comprendía. Durante ese año, encontró el trabajo que le permitió quedarse en Roma, más que en una ciudad, en la vida que se había construido, unos cuantos años más: guía para españoles en los principales monumentos de la ciudad.

Tampoco los monumentos o los restos arqueológicos le apasionaban de forma especial. Ese trabajo le fue fácil de conseguir por la cantidad de españoles que visitaban Roma en todas las épocas del año, y la gran demanda que había de guías que hablasen esa lengua. Sobre todo, ese trabajo le permitía añadir una rutina y alguna responsabilidad a su nueva vida. Y a la vez, la satisfacción de estar haciendo de un sitio extraño su propia casa.

Y llevaba a sus grupos de turistas por aquellos típicos monumentos que les habían llevado allí. Quedaba con ellos en Piaza Venecia, enfrente de palacio de Vittorio Emmanuele, también conocido como la maquina de escribir. Los llevaba hasta el Colisseo por el paseo de los foros, una calle que da la sensación de una especie de pasarela que pasa por encima de esas ruinas. En el Coliseo, al entrar en él, César notaba cómo sus guiados dejaban de escucharle la mayoría de las veces, y cómo se emocionaban al entrar en ese pedazo de historia.

Luego los llevaba desde allí hacía el Trastevere, el barrio que se encuentra al otro lado del río. Para ello pasaba por el teatro Marcelo, un teatro sobre el que se construyeron casas, pero que conserva su fachada, impresionante, el ponte roto y la isla tiberina. Un paseo por el río, el contraste entre el barrio de casas apiladas que se vía al otro lado y la monumentalidad de la rivera que caminaban… hasta llegar al Castel de Sant’Angello, donde les contaba las historias que tanto fascinaban sobre grutas y escapatorias de Papas asediados y les recomendaba que no se les ocurriese irse de Roma sin ver desde su azotea una puesta de sol. Un sol romano, que al atardecer quemaba toda la ciudad, recordando la leyenda de Nerón quizás, hasta esconderse por detrás de San Pedro. Más tarde los hacía callejear por el centro, estrecho, íntimo, hasta que una calle se abría para dejar ver al Panteón, con su cúpula abierta, inmenso, entre todas esas callecitas, y perfectamente conservado. Allí los dejaba, no sin antes aconsejarles un par de restaurantes, donde el domingo les invitaban a pizza o un plato de pasta y vino a él y a Valeria, si durante la semana se había escuchado bastante español en el restaurante.

Uno de esos días, al llegar como cada mañana al Colisseo, le llamó la atención una joven de su grupo, especialmente entregada a la contemplación del edificio. La chica iba con otros tres acompañantes, otro chico más o menos de su edad y una pareja mayor, por lo que era fácil suponer que sería su familia. Estaba totalmente embobada, andaba por inercia, metida en el grupo, sin saber donde pisaba, mientras tenía la cabeza totalmente echada hacia atrás con la frente apuntando a los techos y los arcos de la construcción. Solo de vez e cuando la giraba rápidamente para fijarse en una esquina, en un agujero que le llamase la atención. Y se quedaba ahí, enfrente, mirando en silencio con los brazos caídos, y exclamando algo para su hermano cada vez que éste se acercaba a ella.

César sintió envidia de esa sorpresa, de esa mirada ante algo que él ya se había acostumbrado a ver, cada día, cuando se acercaba con sus turistas, y cada vez que cruzaba vía Cavour, a través de las calles que la cortaban y que daban a él. En un momento de pausa, se acercó a la chica.

- Te ha gustado el Colisseo, ¿verdad? A mí también me impresionó mucho la primera vez que lo ví.
- Sí – dijo ella, y siguió tras un pequeña pausa y comprobar que tenía el permiso para seguir hablando, e incluso la expectación de César – Y más que al verlo, ha sido al pasar dentro… pensar en la cantidad de gente que lleva siglos pasando por estas mismas puertas, de las que ya nada se sabe, que han nacido, vivido, y un momento de sus vidas han pasado por aquí, por este mismo punto… han sentido algo parecido a lo que pueda haber sentido yo… y luego han desaparecido, para siempre… Y él aquí sigue, siempre igual, años, siglos.
- Es verdad. No lo había pensado…- dijo César, con un tono de voz que casi parecía de preocupación.
- ¿No? Piensa sólo en la cantidad de guías turísticos que como tú deben de haber trabajado en los alrededores del Colisseo, que le habrán dado la vuelta cada día… ¿no te asombra?

César no contestó, simplemente sonrió a la chica, se levantó, y continúo con la visita. Pero lo cierto es que sí que le impresionó. Desde ese día, esas piedras ya no volvieron a ser para él monumentos que miraba con indiferencia por la costumbre. En cada monumento, en cada Iglesia a la que pasaban, pensaba en la cantidad de gente que habría hecho eso mismo que estaban haciendo ellos en ese momento, ellos que se sentían protagonistas de sus vidas, pero a los que los monumentos sobrevivían, de forma implacable, mientras que ellos, decididamente actores secundarios, iban pasando unos tras de otros, sin dejar ningún rastro en tanta grandiosidad.

Y esta sensación, que al principio le agradó, ya que era como volver poder apreciar esas maravillas de Roma como la primera vez, fue transformándose en algo opresivo, que le llevaba a una depresión que aumentaba cada vez que se acercaba a esas piedras, que ya casi le hablaban, le señalaban con un gran dedo viejo y rocoso, y le recordaban su insignificancia, su fugacidad, la de su vida y la de sus actos. Su anonimato absoluto.

Una noche se lo contó a Valeria, que se rió con ternura de las ocurrencias de su españolito, le acarició la cabeza y le preguntó: “stai sofrendo forse una variante del sindrome Stendhal??”, para reírse de nuevo. César no había oído nunca hablar de éste síndrome, así que Valeria le contó, con orgullo patrio, que era un síndrome que se causa por una sobredosis de belleza, y que se había catalogado como tal por primera vez en Florencia, donde mucha gente lo sufría abrumada por la belleza de la ciudad y sus obras artísticas. César no lo pensó mucho, y le contestó: “No sé si será ese síndrome o no, pero estas piedras me están amargando la existencia. Aunque me podría pasar la vida mirándolas”.


Roma Capoccia - Antonello Venditti

jueves, octubre 16, 2008

5 de octubre

:
El 5 de octubre de 2008, es decir, hace una semanita, volvía de un fin de semana en Odessa, la ciudad de las famosas escaleras del acorazado Potemkin.

Llegamos al aeropuerto, e hicimos el mismo recorrido que justo un año antes, el 5 de octubre de 2007, hicimos para entrar en Kiev por primera vez en nuestras vidas. Como ya os podréis imaginar todos los que leéis este blog, o el de otros compañeros del Icex, pues ahora toca que os hable de lo mucho que he aprendido este año, de cómo te cambia la vida una experiencia como ésta, como te transforma y todo eso… bueno, para eso lo mejor es que leáis la última entrada (que esperemos que sea la última por poco tiempo) del blog de David en Yakarta, que lo explica mucho mejor de lo que lo haría yo. Algo así es lo que veía desde el taxi el día que llegué:





David habla de este año como de un sueño al que quiere darle continuidad. Algo de eso hay, como sabréis todos los que habéis vivido experiencias parecidas a éstas. Yo lo empecé cuando conocí a Freiburg.

Cuando llegas a Kiev, una de las primeras cosas que te llama la atención es el metro. Si no de las primeras, de las que más. Eso, y lo de que cualquier coche se pare cuando levantas la mano para llamar a un taxi, y que tengas que negociar el precio con ellos ante de subirte al coche. Hace poco me he dado cuenta de ésto con los relevos, que andan ya por aquí, cuando he visto como me miraban cuando he parado un LADA (los coches soviéticos por excelencia, una mezcla entre un coche de los 50 o 60 y una lata de atún), y les he dicho que se subiesen… si no fuese porque era a mí al que miraban, y si yo no me estimase tanto, no habría tenido ninguna duda de que la expresión de sus ojos reflejaba dos pánicos simultáneos: el inmediato, por tener que convertirse en conservas y entrar en la lata, y el segundo, no menos inmediato pero debido a un miedo futuro, que no era otro que el de, después de una año viviendo en estas tierras, acabar convertidos en lo que, con una puerta del lada en una mano y con la otra indicando hacia dentro de la lata, les invitaba a subir con toda tranquilidad como si una lata de atún conducida por un señor de edad indeterminada entre los 40 y 80 años, con la nariz como un pimiento rojo y viejo, y que habla una lengua totalmente incompresible excepto para darse cuenta que no cuenta chistes, fuese el medio de transporte más lógico del mundo para ir a casa.

El metro tampoco está mal. Eso si que es una experiencia única. Ya el cuerpo se va poniendo a tono con los varios minutos y muchos muchos metros de descenso en escaleras mecánicas que anuncian un descenso a las profundidades de la Tierra. Y cuando por fin estás en ellas, llega lo mejor: ni una flecha, ni un mapita, ni un color. Todo cirílico, negro sobre blanco, que te tiene que bastar para averiguar la dirección que te levará a tu parada, mientras una masa de gente te arrastra como un río y te aleja del cartelito en el que intentabas identificar los simbolitos que te fuesen familiares. El río desemboca en uno de los andenes y ahí estás tú, a la espera del tren primero, luego a la de la gente que sale, y por último a que termine de entrar hasta la última viejecita, a la que gentilmente cedes el paso hasta que ¡PAM! la puerta se cierra en tu nariz como una guillotina, te afeita el bigote, corta maletines y paraguas, y alguna puerta más abajo, incluso divide familias. Quién sabe si para siempre…

Y claro, si ya me miraron así cuando pretendí subirles al lada, imaginaros cómo me miraron cuando me vieron subirme al metro, como uno más, por encima de abuelitas, embarazadas, lisiados de guerra e incluso pisando cadáveres. Un poema. Y una pregunta de nuevo sobre sus cabezas ¿en esto nos convertiremos?
Reckoner - Radiohead
Lo peor de todo, es que como cuenta David en su post, uno tiene la esperanza de no olvidar muchas de las cosas que aprende en una experiencia como esta, la sensación de libertad, de una libertad nueva, la de la falta, el desprendimiento de tantas necesidades creadas de forma absurda en nuestra vida diaria para sumirnos en un estado de insatisfacción permanente del que sólo nos sacan grandes sueldos (el precio de nuestro tiempo, de nuestra vida) y grandes compras, adquisiciones, ser guapos y estar rodeados de guapos, jóvenes y ricos, siempre. ¿Lo conseguiremos?

Este fin de semana he estado en Madrid. Al principio, en el primer metro que he cogido, cargado de mis maletas me he apresurado por pasar delante de los demás, no veía a nadie, yo y mi maleta lo primero, aunque sea empujando, como he aprendido aquí. A las pocas horas ya miraba las luces, qué cantidad de luz, todo iluminado, las caras, las ropas, cómo miran los niños los fuegos artificiales… Lo repetí muchas veces, me parecían guapos hasta los tíos, todo el mundo con su pelo limpito, peinadito, con ropas de colores, nueva, de su talla… Sólo estuve tres días, y el miércoles, ya en Kiev, al coger el metro de nuevo para ir a la oficina, me pilló la puerta. Hacía muchos meses que no me pasaba.

Os dejo con algunas fotillos de mis últimos viajes: Odessa y Moscú.

Besos y abrazos. Y algún pisotón.