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jueves, octubre 16, 2008

5 de octubre

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El 5 de octubre de 2008, es decir, hace una semanita, volvía de un fin de semana en Odessa, la ciudad de las famosas escaleras del acorazado Potemkin.

Llegamos al aeropuerto, e hicimos el mismo recorrido que justo un año antes, el 5 de octubre de 2007, hicimos para entrar en Kiev por primera vez en nuestras vidas. Como ya os podréis imaginar todos los que leéis este blog, o el de otros compañeros del Icex, pues ahora toca que os hable de lo mucho que he aprendido este año, de cómo te cambia la vida una experiencia como ésta, como te transforma y todo eso… bueno, para eso lo mejor es que leáis la última entrada (que esperemos que sea la última por poco tiempo) del blog de David en Yakarta, que lo explica mucho mejor de lo que lo haría yo. Algo así es lo que veía desde el taxi el día que llegué:





David habla de este año como de un sueño al que quiere darle continuidad. Algo de eso hay, como sabréis todos los que habéis vivido experiencias parecidas a éstas. Yo lo empecé cuando conocí a Freiburg.

Cuando llegas a Kiev, una de las primeras cosas que te llama la atención es el metro. Si no de las primeras, de las que más. Eso, y lo de que cualquier coche se pare cuando levantas la mano para llamar a un taxi, y que tengas que negociar el precio con ellos ante de subirte al coche. Hace poco me he dado cuenta de ésto con los relevos, que andan ya por aquí, cuando he visto como me miraban cuando he parado un LADA (los coches soviéticos por excelencia, una mezcla entre un coche de los 50 o 60 y una lata de atún), y les he dicho que se subiesen… si no fuese porque era a mí al que miraban, y si yo no me estimase tanto, no habría tenido ninguna duda de que la expresión de sus ojos reflejaba dos pánicos simultáneos: el inmediato, por tener que convertirse en conservas y entrar en la lata, y el segundo, no menos inmediato pero debido a un miedo futuro, que no era otro que el de, después de una año viviendo en estas tierras, acabar convertidos en lo que, con una puerta del lada en una mano y con la otra indicando hacia dentro de la lata, les invitaba a subir con toda tranquilidad como si una lata de atún conducida por un señor de edad indeterminada entre los 40 y 80 años, con la nariz como un pimiento rojo y viejo, y que habla una lengua totalmente incompresible excepto para darse cuenta que no cuenta chistes, fuese el medio de transporte más lógico del mundo para ir a casa.

El metro tampoco está mal. Eso si que es una experiencia única. Ya el cuerpo se va poniendo a tono con los varios minutos y muchos muchos metros de descenso en escaleras mecánicas que anuncian un descenso a las profundidades de la Tierra. Y cuando por fin estás en ellas, llega lo mejor: ni una flecha, ni un mapita, ni un color. Todo cirílico, negro sobre blanco, que te tiene que bastar para averiguar la dirección que te levará a tu parada, mientras una masa de gente te arrastra como un río y te aleja del cartelito en el que intentabas identificar los simbolitos que te fuesen familiares. El río desemboca en uno de los andenes y ahí estás tú, a la espera del tren primero, luego a la de la gente que sale, y por último a que termine de entrar hasta la última viejecita, a la que gentilmente cedes el paso hasta que ¡PAM! la puerta se cierra en tu nariz como una guillotina, te afeita el bigote, corta maletines y paraguas, y alguna puerta más abajo, incluso divide familias. Quién sabe si para siempre…

Y claro, si ya me miraron así cuando pretendí subirles al lada, imaginaros cómo me miraron cuando me vieron subirme al metro, como uno más, por encima de abuelitas, embarazadas, lisiados de guerra e incluso pisando cadáveres. Un poema. Y una pregunta de nuevo sobre sus cabezas ¿en esto nos convertiremos?
Reckoner - Radiohead
Lo peor de todo, es que como cuenta David en su post, uno tiene la esperanza de no olvidar muchas de las cosas que aprende en una experiencia como esta, la sensación de libertad, de una libertad nueva, la de la falta, el desprendimiento de tantas necesidades creadas de forma absurda en nuestra vida diaria para sumirnos en un estado de insatisfacción permanente del que sólo nos sacan grandes sueldos (el precio de nuestro tiempo, de nuestra vida) y grandes compras, adquisiciones, ser guapos y estar rodeados de guapos, jóvenes y ricos, siempre. ¿Lo conseguiremos?

Este fin de semana he estado en Madrid. Al principio, en el primer metro que he cogido, cargado de mis maletas me he apresurado por pasar delante de los demás, no veía a nadie, yo y mi maleta lo primero, aunque sea empujando, como he aprendido aquí. A las pocas horas ya miraba las luces, qué cantidad de luz, todo iluminado, las caras, las ropas, cómo miran los niños los fuegos artificiales… Lo repetí muchas veces, me parecían guapos hasta los tíos, todo el mundo con su pelo limpito, peinadito, con ropas de colores, nueva, de su talla… Sólo estuve tres días, y el miércoles, ya en Kiev, al coger el metro de nuevo para ir a la oficina, me pilló la puerta. Hacía muchos meses que no me pasaba.

Os dejo con algunas fotillos de mis últimos viajes: Odessa y Moscú.

Besos y abrazos. Y algún pisotón.

2 comentarios:

Alberto dijo...

Muy bueno chaval!

La teoria del desprendimiento se empieza a merecer un post no?

Edu dijo...

Jajajajajaaja! u otra barbocoa!! que inspiran mucho!